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29.12.10

Dos historias: I. Mr. Campbell y su bastón. II. El Sr. Beneyto y mi teléfono

I

Los Campbell desembarcan en La Habana un viernes muy caluroso. A Mrs. Campbell todo le resulta encantador, a Mr. Campbell le preocupa, por su pierna dolorida, la humedad. En el muelle, se demoran en un tenderete que vende “frutos del árbol del turismo”: castañuelas, abanicos, collares...  Aunque Mr. Campbell opina que los souvenirs deben comprarse al abandonar el país, Mrs. Campbell realiza algunas compras. Y el mismo Mr. Campbell acaba encaprichándose, por su pierna dolorida, de un bastón: llamativo, complicado y caro; de una madera que parecía ébano, tallado con cuidado prolijo (Mr. Campbell) o exquisito (Mrs. Campbell). No, pensando en dólares, no es tan caro, se tranquiliza Mr. Campbell.

Los Campbell se alojan en el Hotel Nacional. Después de la siesta, callejean, y acaban entrando en un cine. Por la noche recalan en Tropicana: un cabaret casi en la selva. Mrs. Campbell, encantada; Mr. Campbell, picajoso.

Después del espectáculo, un taxista picarón los deposita en una casa cualquiera, donde asisten a otra clase de show. Los clientes están sentados alrededor de una cama redonda. Primero aparecen dos mujeres desnudas (¿negras? ¿blancas?); y después un negro, desnudo. Dos luces, una roja y otra azul, iluminan al trío. Mr. Campbell, asqueado; Mrs. Campbell, encantada.

El sábado van a la playa de Varadero. Lo pasan bien, aunque por la noche Mr. Campbell experimenta en su propia piel algunas desagradables secuelas.

El domingo por la mañana —el ferry sale a las dos— pasean por la ciudad vieja y compran los últimos souvenirs. Se sientan a descansar en un viejo café. Ya en la calle, Mr. Campbell echa en falta su bastón. Regresan al café. Nadie había visto el bastón. Mr. Campbell está compungido. Pero enseguida ven a un viejo —no tan viejo, visto de cerca— con su bastón, el bastón de Mr. Campbell. El viejo, mendigo profesional, e idiota, según Mr. Campbell, no habla inglés, ni español: emite unos ruidos extraños con la garganta. No hay manera de entenderse con él. Harta de inútiles forcejeos, Mrs. Campbell sugiere a Mr. Campbell que compre el bastón al viejo. Mr. Campbell se niega en redondo: cuestión de principios. La gente se arremolina, y Mr. Campbell teme por su vida. Mrs. Campbell, en un rudimentario español, se explica como buenamente puede. El viejo mendigo idiota no suelta el bastón y hace señas y ruidos con la boca para subrayar que es suyo. Llega un policía. Afortunadamente, habla inglés. Mr. Campbell explica lo sucedido. El policía no consigue dispersar a la multitud ni entenderse con el idiota. Cuando pierde la paciencia, el policía desenfunda su arma. Silencio sepulcral. El mendigo, resignado, entrega el bastón a Mr. Campbell. El policía pide a éste que dé algo al “pobre hombre”. Mr. Campbell se siente ofendido. Alguien propone entonces hacer una colecta. Mr. Campbell se arrepiente y ofrece al idiota unas monedas, casi tantas como le había costado el dichoso bastón. El idiota las rechaza. Interviene Mrs. Campbell, pero el viejo mendigo idiota sigue en sus trece. Sólo las acepta cuando se las entrega el policía. Entre aplausos y saludos, Mr. Campbell y Mrs. Campbell se alejan en un taxi. Mrs. Campbell, callada; Mr. Campbell, contento.

Al llegar a la habitación del hotel, Mr. Campbell, según su costumbre, cede el paso a Mrs. Campbell, quien al llegar al cuarto y encender la luz, lanza un grito horrible. Mr. Campbell, rezagado, piensa: una descarga eléctrica, un insecto venenoso, un ladrón sorprendido, y corre hacia el cuarto. Mrs. Campbell está rígida, sin poder hablar, al borde de un ataque de histeria. Mr. Campbell solo comprende lo sucedido cuando Mrs. Campbell, con ruidos de su boca y con la mano, le señala hacia la cama. En ese momento, a Mr. Campbell no le quedó otra que rendirse al misterio...

(Lo que precede es un resumen de la historia, contada por él mismo, de Mr. Campbell y su bastón. Para conocerla cabalmente es preciso acudir a Tres tristes tigres, la novela ventrílocua de Guillermo Cabrera Infante.)

II

Con alguna frecuencia recuerdo la historia del bastón. Prodiga enseñanzas varias. Volví a recordar esa historia el día en que al regresar a casa me encontré cuatro mensajes en el contestador. Ese día, mi teléfono se convirtió en bastón. Al oír el primer mensaje, oh sorpresa: era el Sr. Beneyto, el sociólogo, filósofo y politólogo, fallecido el pasado mes de marzo, y a quien no tenía el gusto de conocer. Se quejaba de haber efectuado varias llamadas en vano. Por eso, ahora dejaba un mensaje y avisaba de que volvería a llamar.

En el segundo mensaje —apenas habían pasado unos minutos desde el primero— se le notaba indignado. Que no había derecho. Que no tenía todo el día. Mi sorpresa iba en aumento. Empecé a sentirme como el viejo idiota mendigo de la historia de Mr. Campbell. Por si acaso, antes de oír el tercer mensaje ensayé unos ruiditos con la boca.

Ese mensaje era ya un revuelo de indignación. El Sr. Beneyto parecía ofendidísimo. Y amenazaba con llamar más tarde, ya que tenía que acudir a una cita.

Entre el tercer y el cuarto mensaje habían pasado cerca de dos horas. Y ahora sí el Sr. Beneyto estaba verdaderamente cabreado y furioso. Que había ido a Valencia a un congreso. Que le hubiera gustado saludar al rector de la universidad. Que si el rector no quería recibirle, allá él. Fueron sus últimas palabras antes de colgar.

¡Date!, me dije, se acabó el busilis: Valencia, rector, universidad... Se repetía la historia. No era la primera vez que llamaban a casa queriendo llamar al rectorado de la Universidad de Valencia. Un día hice las averiguaciones oportunas. Mismo número, distinto prefijo. Asunto concluido. Pensé que la cosa no podía quedar así, que debía tranquilizar al Sr. Beneyto. Marqué el número desde el que se habían efectuado las llamadas. Era de un hotel de Valencia. Como el Sr. Beneyto no estaba en su habitación, tuve que contar a la persona que me atendía la historia de la confusión de los bastones, digo, de los teléfonos, para que pasara el recado al Sr. Beneyto. Quién sabe si al enterarse lanzó un suspiro semejante al grito de Mrs. Campbell. ¡Vaya con los bastones! A bastonazos aprendemos que no hay que dar nada por sentado. Haber contribuido a desvelar un insignificante enigma me dejó contento.

Durante meses conservé los mensajes, hasta que, gracias a un descuido, acabaron borrándose. Pero lo que no se borra son las palabras con que Mr. Campbell concluye su relato: “Allí, en una mesita de noche, cruzado sobre el cristal, negro sobre la madera pintada de verde claro, había otro bastón.”

Otro bastón, otro teléfono. ¡Oh, cielos!

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