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28.1.11

*A vueltas con el haiku / Roland Barthes: “La ruptura del sentido”

Haiku de Matsuo Bashô

Aunque en la traducción del libro de Barthes figura escrito haikú, parece que cada vez se impone más la forma haiku, aunque ambas formas se pronuncien con hache aspirada.
No obstante, la discrepancia puede saltar en un mismo libro: en la cubierta de Haijin, publicado por Poesía Hiperión, figura este subtítulo: Antología del jaiku. Pues bien, en la portada, y en la presentación, que corre a cargo de Ricardo de la Fuente, figura siempre haiku. De momento  persiste la división de opiniones, y quién sabe hasta cuándo. Con lo bien que se han aclimatado, aunque no sea extraño, otras palabras provenientes de la cultura nipona: satori, zafu, zen, mondo, koan…

El haikú tiene esa propiedad algo fantasmagórica por la cual uno se imagina que la puede hacer uno mismo con facilidad (sic). Se dice: qué más accesible a la escritura espontánea que esto (de Buson):

La tarde, el otoño,
pienso tan sólo
en mis padres.

El haikú da envidia: cuántos lectores occidentales han soñado con pasearse por la vida con un cuadernillo en la mano, anotando aquí y allá “impresiones”, cuya brevedad garantizaría la perfección, cuya simplicidad demostraría la profundidad (en virtud de un doble mito, por un lado clásico, que hace de la concisión una prueba del arte, por otro lado romántico, que atribuye una prima de verdad a la improvisación). Siendo completamente inteligible, el haikú no quiere decir nada, y es a causa de esta condición doble por lo que parece estar ofreciéndose al sentido, de un modo particularmente disponible, servicial, como un huésped educado que permite instalarnos cómodamente en su casa, con nuestras manías, nuestros valores, nuestros símbolos; la “ausencia” del haikú (como se dice tanto de un espíritu irreal como de un propietario que ha salido de viaje) apela a la subordinación, a la ruptura, en una palabra, de la mayor codicia: la del sentido. Este sentido precioso, vital, deseable como la fortuna (azar y dinero), el haikú, libre de molestias métricas (en las traducciones que tenemos), parece suministrárnoslo con profusión, barato y por encargo; en el haikú, podría decirse, el símbolo, la metáfora, la lección, no cuestan casi nada; apenas algunas palabras, una imagen, un sentimiento –aquello que nuestra literatura exige ordinariamente de un poema, de un desarrollo o (en el género breve) de un pensamiento cincelado, en suma, de un largo trabajo retórico–. También el haikú parece dar a Occidente unos derechos que su literatura le niega y unas comodidades que ella le escatima. Vosotros tenéis derecho, dice el haikú, a ser fútiles, cortos, ordinarios, encerrad lo que veis, lo que sentís en un tenue horizonte de palabras, y os parecerá interesante; tenéis derecho a fundar por vosotros mismos (y a partir de vosotros mismos) vuestra propia relevancia; vuestra frase, cualquiera que fuere, enunciará una lección, liberará un símbolo, seréis profundos; con el menor costo y vuestra escritura estará llena.

Occidente impregna cualquier cosa de sentido, al modo de una religión autoritaria que impusiera el bautismo por poblaciones; los objetos de lenguajes (hechos con la palabra) son evidentemente conversos de pleno derecho: el sentido primero de la lengua apela, metonímicamente, al sentido segundo del discurso, y esta apelación tiene valor de obligación universal. Tenemos dos medios de evitar en el discurso la infamia del sin-sentido y sometemos sistemáticamente la enunciación (en una contención enajenada de toda nulidad que pudiera dejar ver el vacío del lenguaje) a una u otra de estas significaciones (o fabricaciones activas de signos: el símbolo y el razonamiento, la metáfora y el silogismo. El haikú, cuyas proposiciones siempre son simple, corriente, en una palabra, aceptables (como se dice en lingüística), es atraído por uno u otro de estos dos imperios del sentido. Como es un “poema”, se le afilia a esa parte del código general de los sentimientos que se llama “la emoción poética” (la Poesía es para nosotros el significante de lo “difuso”, de lo “inefable”, de lo “sensible”, es la clasificación de las impresiones inclasificables); se habla de “emoción concentrada”, de “anotación sincera de un instante de élite” y, sobre todo, de “silencio” (siendo el silencio para nosotros signo de algo lleno de lenguaje). Si uno (Jôco) escribe:

¡Cuántas personas
han pasado a través de la lluvia de otoño
por el puente de Seta!

se ve ahí la imagen del tiempo que huye. Si otro (Bashô) escribe:

Llego por el sendero de la montaña.
¡Ah! ¡Esto es maravilloso!
¡Una violeta!

es que ha encontrado un ermitaño budista, “flor de virtud”; y así sucesivamente. Ni un rasgo que no sea investido por el comentarista occidental de una carga simbólica. O bien se quiere a toda costa ver en el terceto del haikú (sus tres versos de cinco, siete y cinco sílabas) un dibujo silogístico en tres tiempos (la subida, la suspensión, la conclusión):

La vieja charca:
Una rana salta dentro:
¡oh!, el ruido del agua.

(en este singular silogismo, la inclusión es obligada: es necesario, para estar en él contenida, que la menor salte en la mayor). Bien entendido, si se renuncia a la metáfora o al silogismo, el comentario se haría imposible: hablar del haikú sería pura y simplemente repetirlo. Lo que hace inocentemente un comentarista de Bashô:

Ya son las cuatro...
Me he levantado nueve veces
para admirar la luna.

“La luna es tan bella, dice, que el poeta se levanta y se vuelve a levantar una y otra vez para contemplarla en su ventana.” Descifradoras, formalizadoras o tautológicas, las vías de interpretación, destinadas entre nosotros a traspasar el sentido, es decir, a penetrarlo por fractura –y no a sacudirlo, a dejarlo caer, como el rumiante de absurdos que debe de ser el ejercitante Zen, cara a su koan–, no pueden, pues, sino estropear el haikú, ya que el trabajo de lectura que está ligado a él ha de suspender el lenguaje, no provocarlo: empresa cuya necesidad y dificultad parecía conocer muy bien el maestro del haikú, Bashô:

¡Cuán admirable es
aquél que no piensa: “La Vida es efímera”
al ver un relámpago!

ROLAND BARTHES, El imperio de los signos. Traducción e introducción de Adolfo García Ortega. Madrid, Mondadori, 1991.

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